CAPÍTULO CUARTO
LA EXPEDICIÓN
De entre todos, uno destacaba por su colosal tamaño. Medía más de dos metros y acompañaba su poco favorecido rostro con una mueca constante de pasividad. Se le conocía como Gigante, y nadie sabía con seguridad de dónde era. Tenía ojos pequeños, inmersos en mirada vaga, y orejas prominentes, en contraste con su desproporcionado rostro; todo lo suficientemente grotesco como para repeler a cualquier mujer. Su abultada silueta sobresalía entre el grupo mientras se alejaban de la fortaleza. El viento arremetía con fuerza arrastrando consigo la furiosa tempestad y la lluvia era como un aluvión de lanzas con punta de hielo, provenientes del negro infierno que oscurecía el firmamento. La gris ciudadela se hallaba sobre un cerro en mitad de una pequeña planicie de verdes prados, desde los que se erigían las montañas, como un oasis en mitad de un mar de rocas.
El paladín se acercó a Cares, con la lluvia golpeando su robusta armadura.
-¿A cuánto estamos del poblado de Balder?
-A quince jornadas de viaje- respondió mientras se ocultaba con la capucha- quizá más si no mejora el tiempo- en aquel instante un relámpago enseñó con rabia sus colmillos.
-Ni hablar- dijo Archol con incredulidad. -No me puedo permitir casi un mes para hacer este viaje. Necesito llegar antes.
-Las montañas no se cruzan solas.- dijo Cares con desgana. -Si quieres llegar antes excava un túnel o vuela con alguno de esos poderes mágicos.
Atrás, el mago de fuego le rió la gracia. Cares no necesitaba ser educado o comedido; ser el guía era su salvoconducto. Archol le recriminó con una mirada de desprecio.
-No se enfade, señor paladín- Corso apareció por su derecha, con pieles envolviéndole todo el cuerpo- no es nada personal, él es siempre así de hijo de puta.
-¿No hay modo pues de llegar antes?- la voz del paladín sonó más grave y metálica, como una cerradura vieja y oxidada.
Cares reflexionó, con su amargado semblante y sus oscuros ojos perdidos en el ensordecedor diluvio.
-Hay un sistema de cuevas en la falda de la montaña, y tras ello los viejos túneles mineros del monte Kharazen. Tardaríamos dos o tres días.
-Entonces iremos por allí- sentenció Archol.
Cares negó con la cabeza, mientras la lluvia salpicaba su cara.
-Esas cuevas... son el mal. Hay huesos esparcidos por la entrada, y un olor pútrido emana de su interior. Según cuentan, nadie que la haya cruzado ha vuelto con vida.
-Entonces, tu tendrás el honor de ser el primero. Estos hombres han sido seleccionados por ser expertos guerreros; ninguna amenaza que habite en esa gruta puede ser un problema. Llévanos hasta allí- dijo con insolencia.
Cares le ignoró y volvió a liderar la marcha. Se sentía cansado y enfermo; con un horrible ardor en el estómago y el espectro de la resaca asomando por su cabeza. Se sentía como los maleantes que frecuentaban el burdel, con sus deformes siluetas y sus rostros calavéricos. No mejoraba nada con la infernal tormenta calándole los huesos.
Dejaron la pradera con sus verdes y húmedos pastizales para internarse en un denso bosque de altos y negros pinos, como sombrías agujas de agua. La niebla se colaba por entre las ramas, y el suelo estaba inundado, como si tuviesen un lecho de agua bajo los pies. En lo alto, los siniestros árboles actuaban como tejado de la tempestad; el monótono recital de la lluvia se oía lejano, como el murmullo de un río, acompañado por los constantes truenos que rugían en el negro cielo y los desagradables graznidos de los carroñeros retumbando en la penumbra del bosque. Desde atrás se divisaba la fortaleza del Alcor, envuelta entre niebla, con varias luces asomando desde las casas, como luceros entre el humo; confiriéndole aspecto de cuento aterrador con paisaje espectral.
-¿Porqué has tardado tanto?- Corso se acercó a Cares y lo miró burlonamente. -¿Qué estuviste haciendo anoche?
-Parece que joder con Cynthia la prostituta. Aunque no me acuerdo de nada.
El miliciano fornicaba con infinidad de mujeres ya fuesen ciudadanas o rameras con el fin de paliar la pérdida de su mujer. Ya no se acordaba de ella, ni siquiera recordaba su rostro, pero la impotencia ante su muerte le había dejado en un eterno y constante sufrimiento. En su caso, yacer con mujeres no aliviaba el dolor; al contrario, le hacía sentirse aún más culpable, pero prefería la felicidad pasajera; hacía tiempo que había desistido de vislumbrar la luz al final del túnel.
Cares miró durante un instante a los miembros de la expedición. Sus miradas eran serias y ausentes, como si pasasen casualmente por allí. Cares agradeció que ninguno tuviese la ética necesidad de entablar conversación para conocerse entre ellos. Les devolvió el favor.
Había un individuo negro de las Islas del Sur, dos de Varant y uno de Nordmar. El resto parecían de las tierras centrales, aunque sus rostros fríos y asesinos sólo evidenciaban con seguridad su inequívoca demencia. La excepción era un hombre de larga barba trenzada y pendientes en las orejas, con un espeso chaleco de piel recubriendo su torso y una larga lanza asida de sus manos. Velikhán era un mercenario, de baja estatura y mirada soberbia. Era el único libre, el único de aquel infame grupo que podía marcharse si así lo quería. No le ataba la afiliación al reino ni su pasado convicto, sólo el dinero que el rey le había ofrecido. Detrás suyo caminaban dos convictos, a juzgar por sus conversaciones, amigos entre ellos. Rengar era de las Islas del Sur; alto y negro de piel. Tenía bigote y perilla, pelo recogido en trenzas y músculos venosos del tamaño de dos cabezas. A su lado, el otro convicto parecía un enano. Lukkor era rubio, con mirada profunda de ojos verdes y rostro salpicado de cicatrices de viruela. Tenía un aura noble, algo extrañamente peculiar que lo hacía parecer honrado y bondadoso.
La expedición siguió caminando durante tres horas bajo la techumbre de pinos que retenía la lluvia. Los árboles eran alargadas siluetas negras invadidas de musgo, ocultando el horizonte con infinitas hileras hasta donde alcanzaba la vista, como un endiablado laberinto de interminables bifurcaciones. Una intensa fragancia penetró en el bosque, un presagio de lo que vendría tras él. Salieron del negro laberinto para ver una columna de humo alzarse en lo alto. Era el olor del fuego, el inconfundible perfume de la madera calcinada. Ante ellos se abría una hondonada yerma y gris, sobre la que reposaba un pequeño asentamiento de dónde emergía la humareda. Por entre las oscuras nubes aparecieron discretos rayos de sol, como dagas doradas sobre un fondo nocturno. La tormenta se había atenuado, relegando su ansia asesina por una discreta llovizna. El grupo bajó hasta la aldea destruida entre barro y hierba encharcada. Su aspecto era sospechosamente familiar al poblado de Arzíd, el infecto agujero donde Cares había encontrado al ladrón Apuleyo. Las chozas habían sido pasto de las llamas, con el fuego culpable aún superviviente entre los escombros, y las calles estaban abarrotadas de un vasto número de cadáveres y cuerpos carbonizados, esperando inertes su destino como carroña.
-En el nombre de Innos- Archol se quitó el brillante casco fingiendo consternación; había visto de sobra cosas mucho peores.
-Esto ha sido hace muy poco- dijo Lukkor, el convicto de Varant examinando una tabla calcinada. -Hace dos horas como mucho.-Lukkor tenía aspecto de cazador experimentado, su insólito y decorado arco lo delataba.
-Creía que la guerra no llegaba a este lugar- exclamó Archol observando los despojos chamuscados.
-Aquí tenemos nuestra propia guerra con los bandidos- dijo Cares inexpresivamente. -Hace unos años no robaban más que en granjas, ahora los bastardos destruyen poblados enteros.
-Bueno, pues busquemos el cadáver del mago- dijo Astarte, el prisionero de pelo largo y mirada psicótica, con una desagradable sonrisa en su cara.
-No es aquí- dijo Archol secamente. -El poblado de Balder queda más allá de esas montañas.
-¡Mirad! ¡Sabandijas!- una voz grotesca y ridícula emanó del convicto acromegálico interrumpiendo al paladín.
En torno a uno de los cadáveres se había agrupado un gran número de pequeños moluscos dotados de caparazón. Su aspecto era repulsivo. Cares y la mayoría de convictos se abalanzaron a recogerlos.
-¡No sé cómo podéis siquiera tocar esas bestias, seguro que tienen más enfermedades que todos vosotros juntos!- gritó Archol con desprecio.
-En realidad son todo un manjar. Uno acaba acostumbrándose- dijo Rengar.
El eco desgarrador del acero vibró por todo el poblado. El convicto Bëram blandió desafiante su enorme hacha.
-¡Tenemos compañía muchachos!
Una manada de lobos de pelaje oscuro y colmillos afilados rondaba las devastadas calles en busca de carroña. Tenían aspecto famélico y desnutrido, con ojos asesinos y lenguas babeantes. El frío y el hambre les habían guiado hasta allí; como si el olor de la sangre fuese una brújula para ellos. Una de las bestias emergió del grupo ante la mirada sumisa de las demás y se dirigió a aquellos hombres. Medía más que el resto y sus ojos, alargados como cuchillos, eran de color ámbar. Entre sus fauces portaba lo que parecían media cabeza carbonizada. Cares posó su mano sobre la empuñadura de su desgastada espada, con el apocalíptico frío congelándole los pies y lijando su cara. La hoja era una prolongación de su brazo adherida a sus entumecidos dedos y perforándole la carne. Le siguió el inarmónico y estruendoso sonido metálico de las armas desenvainadas. El lobo soltó su laurel y enseñó sus sanguinolentos colmillos al grupo, dispuesto para una lucha brutal con ellos. El sentimiento era mutuo.
-Marchémonos- dijo Archol conteniendo las armas de los hombres. -Aquí estamos perdiendo el tiempo.
La expedición guardó sus armas y se marchó lentamente del poblado, desapareciendo entre la niebla ante la mirada victoriosa de aquellos depredadores. A Cares le pareció insólita la obediencia que mostraban los convictos. Hasta el momento, Archol no le había parecido gran cosa, no más que un recio y adusto muro cargado de moralina y pretensiones. Lo único que podía deducir de aquello es que debían conocer matices más oscuros del paladín, diferentes de su fachada noble, más tendentes a la barbarie y a la sangre.
Bëram, el convicto de enorme hacha, era del desierto de Varant, con cabello corto y rubio, barba descuidada y pupilas de reptil. Tenía un semblante fiero; una extraña mueca de desconfianza dibujada en su rostro, y una larga cicatriz recorriendo su cuello. Parecía el más joven de todos, pero de inocente no tenía nada.
Dejaron atrás aquella guarida de muerte y desolación rumbo a las montañas, remontando un caudaloso arroyo de aguas frías y turbulentas que se retorcía como el cuerpo enroscado de una serpiente. A cada lado se elevaban altos y oscuros pinos desde donde graznaban los cuervos. Al pasar a su lado, los árboles parecían como centinelas vigías, contemplándoles desde sus frías cortezas como observadores maníacos; el paisaje perfecto para los delirios de un paranoico.
De pronto, una voz sepulcral retumbó por el bosque cortando el murmullo de las aguas.
-¡Beliar! ¡Beliar, soy tu siervo! ¡Estoy aquí para hacer lo que me pidas!- el último convicto de la fila se había puesto a gritar de forma enajenada y no parecía tener intención de parar. -¡Transformaré este mundo a tu gusto, llevando ante ti la carne de nuestros enemigos!
No se le podía encontrar ningún sentido. El convicto Nergal escupía balbuceos dementes con su voz de ultratumba y sus ojos inyectados en sangre. Parecía estar buscando el trato fáustico con el dios oscuro; su alma a cambio de poder y riquezas. Por su estado mental no parecía que le hubiese resultado. Astarte se acercó hasta él y comenzó a reírse de él e insultarle.
-¡Fíjate, eres un tarado! ¡Nada de lo que dices tiene sentido!- su risa malévola retumbó en el bosque como el ensordecedor ruido de una campana. -¡Eh, oye tarado, creo que he encontrado a tu dios! ¡Está aquí!- Astarte se bajó los pantalones y le mostró las posaderas.
Nergal siguió con su charla de pesadilla, ignorándole por completo. Reco, el mago de fuego se acercó y le brindó el tallo de una planta que guardaba en los bolsillos de su túnica.
-Tómate esto, Andras. Te vendrá bien- el mago tenía el pelo rojizo y ojos de color azul eléctrico.
Nergal lo aceptó y tragó la planta con la confianza de un niño. Al cabo de unos segundos su demencia se detuvo.
-¿De dónde habéis sacado a esta gente? ¿De la escuela de bufones?- preguntó perplejo Cares al paladín.
-La mayoría tienen varios trastornos mentales pero en cuanto a manejo de armas son los mejores. Por ejemplo, ¿ves a ese payaso?- Archol señaló con la mirada a Astarte. -Aunque parezca un simple imbécil ese fue uno de los asesinos más despiadados de la capital. Degollaba familias enteras de los barrios humildes. Los descuartizaba y se llevaba trozos de los cuerpos para comérselos después. Dos meses después del primer asesinato se descubrió que también robaba cuerpos putrefactos del cementerio. Le encontraron tres meses después en un edificio viejo del puerto, en un sótano lleno de ratas, comiendo un cerebro y varios testículos. Hasta que consiguieron arrestarle fue capaz de matar a veinte soldados. Y ese otro infame, Bëram- Archol señaló al hombre de Varant con la cicatriz en el cuello.-El bastardo traía esclavos del desierto hasta Myrtana donde tenía todo un negocio de lascivia y corrupción. Era el campeón de su propia arena, y según dicen, jamás perdió un combate.
-¿Y qué pasa con ése que habla de Beliar? Creí que todo este asunto era para destruirlo.
-Ni siquiera sabe adónde vamos. Le damos de comer y eso a él le basta.
Cares miró durante un instante a Nergal. Era un individuo enchepado, con ojos alicaídos y poco pelo. Andaba torpemente y de su boca caían grandes hileras de brillante saliva. Viendo su rostro, sabía que podía esperar cualquier cosa de él; ataques de violencia repentinos sin sentido, o explosiones psicóticas como la que acababa de presenciar. Nergal era el típico hombre que nadie querría joder, uno de esos individuos de los que convenía mantenerse siempre alejados. Algo malvado emanaba de su persona y mantenía distanciados al resto.
-Cree que es Andras- el mago de fuego se unió a Cares y a Archol en la avanzadilla de la expedición, mientras una suave brisa arrastraba la llovizna por entre las ramas de los árboles. -Padece esquizofrenia paranoide- sentenció Reco.
-¿Y quién es ése?- preguntó Cares con rostro malencarado.
Es un miserable y abyecto brujo que jode con cabras- dijo Archol con desprecio.
-Es un poderoso hechicero nigromante- le corrigió Reco. -Y el líder del ejército de Beliar.
-Andras apareció en la frontera norte, cerca de Nordmar, al mando de un ingente ejército de orcos y más no muertos de los que se pueden contar. Aquel día, estuvimos combatiendo durante catorce horas hasta que se retiraron. Logramos mantener la frontera pero lo pagamos con la vida de muchos soldados. Mis cuatro hermanos murieron aquel día, uno de ellos a manos de aquel bastardo en frente de mis ojos...-continuó Archol.
Cares miró atrás buscando a Corso. Empezaba a sentirse realmente incómodo; odiaba las charlas nostálgicas.
-¿Y cómo es que no sabéis de dónde ataca un ejército tan grande?- preguntó finalmente.
-Se sabe con seguridad que tienen cuatro bases, una en cada punto cardinal- respondió Reco. -Pero están bien escondidas; cada vez que nos adentremos más allá de nuestras fronteras no encontramos otra cosa que terreno vacío.
-Me voy a otear el terreno.- Archol se adelantó siguiendo el meandro del caudaloso río.
Era tarde. Por entre las ramas se apreciaba el cielo plomizo y grisáceo del atardecer desembocando en la noche. Vastas montañas se ocultaban entre los árboles, desnudas y sinuosas, de tal altura que parecían tocar el cielo.
-Yo antes era como tú- se sinceró Reco al miliciano. -Sin motivaciones ni metas en la vida. Pasando completamente de la gente y del reino- Cares le ojeó con suspicacia. -Hasta que un día tuve una especie de revelación, algo que me hizo cambiar completamente de opinión sobre las cosas.- su voz sonó extraña, como si lo que dijese tuviese un doble sentido. -Terminé mi noviciado en el monasterio y ascendí a mago de fuego, lo que me ha permitido estar aquí ahora.
-Preciosa historia- ironizó Cares.
-Bueno- dijo el mago riendo- recuerda una cosa: si quieres vivir un sueño, empieza despertando.
Cares ignoró las palabras de Reco. Se veía demasiado en el fondo del agujero como para tener ilusión por algo. Su concepto de la vida era simple: sobrevivir, y de paso matar. En aquel instante se dio cuenta de que no se diferenciaba mucho de los convictos que le acompañaban. Había cometido atrocidades, y había asesinado, mucho y en grandes cantidades. Sin embargo, él se escondía detrás de su profesión, cosa que los otros no; la milicia era su máscara.
Las frías y oscuras aguas del río llevaban hasta una gran pared caliza, de blanca piedra tapizada de musgo. El río había socavado la roca y formaba un majestuoso túnel natural de escasos metros que atravesaba el compacto paredón calizo. A su paso por la galería abovedada, el río dejaba margen para un pequeño sendero por el que se percibían huellas de carros.
-Haced un fuego. Pasaremos aquí la noche.- dijo Archol.
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Muchachos, en el próximo capítulo pelea, violencia y tal xDD
Lo siento por la tardanza y por prometer cosas falsas. Espero sacar pronto el siguiente
PD: Si no quedó claro, el paraje que intento describir al final,, sería una cosa como esto:
- Spoiler: