CAPÍTULO TERCERO
ARCHOL
Era mediodía. El sol se alzaba en lo alto; expectante como un centinela. En la superficie, el aire era fuego helado, como si los rayos del sol se diluyesen en la fría mañana. Abajo en el Alcor, la gente seguía vitoreando al rey, y a nadie parecía haberle importado la muerte de Marcio. Su sangre llegó hasta los zapatos de Cares, fluyendo por entre los huecos del empedrado de la plaza.
-Amigos y soldados de la corte,- esta vez el rey se dirigió a todos los que le habían acompañado- este viaje de dos meses ha sido duro y agotador. Por ello, y en señal de mi gratitud, os permito que os toméis el día libre. No obstante, si queremos hallar un modo de destruir a Beliar, habrá que continuar el viaje dentro de un mes- concluyó.
De alguna manera, Rhobar conseguía ser carismático; las caras sumisas de los allí presentes lo confirmaban. Acto seguido, el rey hizo ademán de acercar a los guerreros variopintos.
-Descansad hoy, al alba partiréis en busca del mago- Rhobar giró la cabeza y miró a Cares y a Corso- también va por vosotros.
La altura y los tatuajes de su rostro conferían al rey un aspecto tribal, casi salvaje, que a la par tranquilizaba y atemorizaba. Rhobar I saludó por última vez y se perdió entre la muchedumbre camino de la mansión del gobernador.
Jorgen avanzó a grandes pasos hasta donde estaban los dos milicianos.
-¡¿Habéis oído bien, sacos de mierda!?- saco de mierda era posiblemente su palabra favorita- presentaos en la plaza al alba o me encargaré personalmente de arrancaros los cojones.
Cares siempre había tenido una buena opinión de Jorgen, aunque gustosamente lo habría matado en más de una ocasión. El destino los había puesto en lugares antagónicos.
-Me voy al burdel- dijo Corso limpiándose las manos de sangre.
-Luego me paso, ahora tengo algo entre manos- sentenció su compañero.
Cares se internó en uno de los angostos callejones mientras el frío le azotaba la cara. Las calles del Alcor eran estrechas e irregulares, como un sombrío laberinto de piedra. El pasadizo moría en una vieja casa de maderas podridas. Su lóbrego interior albergaba unas cuantas mesas mugrientas y un mostrador desde el que miraba un sujeto de siniestra mirada. Cares cruzó el umbral y las podridas tablas crujieron bajo sus pies. Había un intenso olor a rancio, y una rata recorría la sala de una punta a otra.
-Bueno, bueno, este lugar está incluso más acogedor de lo habitual- dijo Cares mirando en rededor.
-¡Cares, viejo amigo! ¿Qué te trae por aquí?- dijo el siniestro individuo con sonrisa de tiburón.
Cares siguió caminando mientras observaba el suelo. Por entre las tablas se vislumbraba la luz de unas velas.
-He venido a que me pagues- dijo con seriedad sepulcral.
-Pero Cares, amigo,- dijo sin perder la sonrisa- aún no ha concluido el mes. Además, ha hecho mucho frío y ha venido menos gente..
Cares agarró al individuo por el cuello y lo lanzó fuera del mostrador. Era la hora del chantaje.
-Será mejor que me pagues si quieres seguir vendiendo la hierba del pantano y tus drogas variadas ahí debajo.
-¡Ya te he dicho que no tengo el dinero!- una gota de sangre le caía por la frente.
Cares desenvainó la espada del Ebrio Tobías y le mostró la empuñadura.
-¿Ves esta muesca?- Cares señaló una de las últimas mellas- Pertenece al último que intentó joderme. Hace escasos minutos el rey ha mandado matar al gobernador, imagina lo que te harán a ti si se enteran de que vendes cosas ilegales.
-¡Está bien, está bien! ¡Toma, es todo lo que tengo!- dijo acercándole una bolsa de cuero.
-Veinte monedas... bien.- Cares alargó la mano por el mostrador y sacó un fajo de hierba del pantano.- También me quedaré esto.
El miliciano abandonó el fumadero y se dirigió al burdel. El frío le golpeó como un puñetazo directo en la cara. Había una actividad inusitada en las calles para hacer tanto frío. La gente miraba curiosa a los personajes bien vestidos y de noble porte que paseaban por las tétricas calles. Cuando llegó al lupanar la calle estaba abarrotada de soldados restregándose con prostitutas. Cares los esquivó y cruzó la puerta. Le recibió la misma niebla perfumada de siempre. Cares se quitó las pieles y avanzó entre el humo hasta el mostrador. La madame no estaba allí, en su lugar vio a la prostituta llamada Cynthia.
-¿Dónde está Sofía?- Cares conocía la respuesta de antemano.
-Está ocupada con uno de esos guerreros extranjeros que han venido hoy- su voz era dulce y melódica, y sus ojos, brillantes como dos rubíes en la noche.-Has tenido suerte, tu amigo te ha reservado una habitación arriba. Si quieres puedo pedir a otra que me sustituya para hacerte compañía.
-He jodido contigo tres veces esta semana- dijo sorprendido Cares- dame a una diferente.
Cynthia pareció entristecerse, como si de hecho sintiese algo por él- ¿Con quién quieres entonces?
Cares volvió la cabeza y fijó sus oscuros ojos en ella -¿Tengo cara de que me importe?
Cuando salió, Corso le esperaba en la calle. El astro rey había bajado con increíble rapidez y ya se entreveían las estrellas en el firmamento.
-Demos un paseo- dijo Cares.
Los milicianos vagaron por la decrépita ciudad, hasta llegar a las murallas que daban al norte. Los últimos brillos del sol se refugiaban por entre las afiladas crestas de las montañas.
-Camarada, creo que estoy enamorado- dijo Corso mirando a las estrellas.
-¿En serio?-respondió Cares sarcásticamente. Todo aquello le parecía patético.
-¿Crees que tu mujer está con Innos en algún lugar allá arriba?
-No- dijo secamente- está en el cementerio; bajo tierra y descompuesta.- Cares hizo una pausa- De nada sirve refugiarse en los dioses; cuando realmente los necesitas descubres que no les importas una mierda- Cares se rascó la barbilla- Y eso en el supuesto de que existan.
-Claro que existen. ¿De dónde crees que viene la magia? ¿Quién pudo crear el Morgrad si no?
Cares no supo qué responder y siguió contemplando el escarpado horizonte.
-Bueno, por lo menos aprovechaste el tiempo con ella.- dijo Corso intentando animarle- Si no hubiese estado saliendo contigo yo habría intentado tirármela.- Cares no dijo nada; estaba acostumbrado a sus comentarios inoportunos.
-¿Tú sabes que mi madre era prostituta, no?- se sinceró Cares.
-Sí, me lo contaste.
-Al parecer murió en el parto. Y mi padre, un bastardo adinerado según me dijeron, era el tipo de persona que desaparecía si ella se quedaba embarazada.
-Como nosotros entonces.
Corso arrancó una sonrisa a su compañero. -Sí, eso es cierto.
Cares observó su mano agrietada por el frío. -Necesito agarrar una cogorza.
-Jorgen nos cortará los cojones si no nos presentamos mañana al alba- dijo Corso
-Me arriesgaré.
Dicho aquello, Cares bajó la muralla y cruzó las gélidas calles hasta dar con una taberna cercana a la plaza mayor. Su interior estaba ocupado por varios soldados ebrios de la capital, que cantaban melodías sin sentido sobre unas hermanas incestuosas. Cares sorteó a un borracho desplomado sobre el suelo y se dirigió hacia el tabernero.
-Ron- dijo secamente.
-¿Cuál prefieres?
-El peor que tengas.
Los payasos le perseguían por la ciudad. Era de noche y no encontraba refugio en ningún sitio. Todas las casas parecían cerradas, así como la puerta principal. A su paso por los callejones, su mujer muerta le susurraba en el oído, llenándole de culpa. Había cinco individuos ataviados de payasos, todos ellos armados con extrañas cadenas. Cares miró a lo alto; uno de ellos le observaba desde lo alto de un edificio con sonrisa boba. Al volver la mirada estaba atado en la sala de tortura de unas mazmorras. Los payasos rieron a coro mientras uno de ellos empezaba a descerrajarle las tripas.
Cares abrió los ojos empapado en sudor. Estaba tirado en el suelo, en una de las habitaciones del burdel y cubierto de vómito. Su aliento apestaba a alcohol. Sobre la cama, dormía desnuda Cynthia la prostituta. Cares se vistió apresuradamente y comprobó su bolsa de cuero; sólo le faltaban las diez monedas del ron. Salió de la habitación y bajó las escaleras mientras se ataba la coleta. Afuera diluviaba como si fuese el fin de los tiempos. Las gotas eran flechas de agua directas desde el negro cielo y los relámpagos iluminaban violentamente la ciudad, como si fuesen arterias de fuego proyectadas entre las nubes. No se veía demasiado, aunque los gallos ya habían cantado el amanecer. En la plaza, una decena de personas esperaba en los pórticos resguardados de la lluvia implacable. Para cuando llegó, tenía todo el cuerpo y las vestiduras empapadas. Por suerte para él, no estaban ni Jorgen ni el rey, en su lugar encontró al hombre con armadura de paladín y a los dos magos de la corte.
-Llegas tarde- dijo Archol, el paladín. -En otras circunstancias te habría mandado azotar pero dado que serás nuestro guía no puedo prescindir de tu condición física.
Archol rondaría los cuarenta años. Tenía el pelo corto y negro y la barba escrupulosamente afeitada. Tenía un rostro adusto pero noble, y la cicatriz de su ojo inspiraba autoridad. A su lado estaba el mago supremo Xardas, quien parecía ausente y nada interesado en lo que ocurría allí. Su mirada era inexpugnable y sus ojos, negros como el abismo. El paladín volvió a tomar la palabra.
-Para todos vosotros, yo soy Lord Archol, el hombre que comandará esta expedición. No exigiré nada más que respeto e integridad. Marcharemos al norte hacia el poblado de Balder en busca del mago de agua Saturas. -Archol calló un segundo y miró hacia los antiguos convictos. -Habéis exonerado vuestra pena de muerte a cambio de la lealtad hacia el rey. No toleraré deserciones, todo aquel que lo haga será ejecutado.
Un relámpago iluminó la plaza. La lluvia seguía azotando con fuerza la ciudad.
-Señor, ¿puedo preguntar porqué tenemos que encontrar a ese mago?- dijo de forma demente el convicto llamado Astarte. Tenía el pelo largo y aspecto descuidado, con barba de al menos una semana. Sus ojos estaban adornados por unas grandes y oscuras ojeras que daban al individuo un aspecto siniestro, de inequívoca mirada psicótica. Sobre la cintura llevaba atadas dos pequeñas espadas viejas y melladas.
-Podría sernos de ayuda para localizar un antiguo diario con las localizaciones de las fuentes del mal de dónde atacan los orcos y se invocan los no muertos.
-Entonces ¿esas fuentes del mal son de otra época?- dijo otro de los convictos. Su nombre era Rengar. Era negro de piel, medía dos metros y blandía una enorme hacha de guerra. Tenía perilla unida al bigote y el pelo recogido en trenzas.
-Eso parece- Archol concedió un par de segundos para más preguntas.
-Pongámonos en marcha y que Innos nos asista. Lo que hagamos de ahora en adelante puede significar la diferencia entre la victoria y la derrota. Escribamos nuestros nombres en los muros de la eternidad para ser siempre recordados.- dijo emotivamente
Cares vio con desprecio el recital del paladín. Hacía tiempo que se había desvinculado de la visión épica y valiente de los soldados de los cuentos y las leyendas. No era uno de ellos. No era un héroe. La expedición estaba formada por doce personas; Archol el paladín, el mago de fuego Reco, los milicianos Cares y Corso, el mercenario Velikhán, y los convictos Rengar, Lukkor, Asgard, Bëram, Astarte, Gigante y Nergal. Salieron del pórtico entre frío y oscuridad, mientras la tempestad arrojaba sus proyectiles helados. Xardas caminó de vuelta a la mansión del gobernador mientras Cares y la expedición bajaban por entre las calles hasta la puerta principal. El viento arrastraba consigo la gélida lluvia cuando la expedición abandonó la vieja fortaleza del Alcor.
Para empezar perdonadme por la tardanza. Prometo que el siguiente capítulo lo publicaré en poco tiempo.
Ya sé que este capítulo ha quedado un poco corto y quizá para algunos decepcionante pero he decidido partirlo porque sino me habría quedado un capítulo gigantesco respecto de cómo tenía pensado en un principio. Y por último, no he descrito a todos los personajes de la expedición para que no quede tan de golpe. Ya los iré presentando en los siguientes capítulos..