CAPÍTULO QUINTO
ENTRE FRÍO Y OSCURIDAD
La noche inundó el lugar con su rostro frío y mortecino. Una suave brisa septentrional se colaba por entre los tenues árboles y acariciaba el túnel labrado por las aguas del río. La resina era su aroma. Dormir al raso no era de lo que más gustaba a Cares; en el mejor de los casos sólo acechaban el frío y las garrapatas; pero en más de una ocasión había cruzado sus ojos con visitantes inesperados, del tipo que convierten a un ser humano en un despojo de huesos y carne. Después de tantos viajes de sentencia, había acabado acostumbrándose a ello. Cares era una especie de verdugo, un saneador de males, para todo aquello que salpicaba al Alcor. La milicia no era un trabajo demasiado bonito, más que otra cosa un servicio de limpieza de criminales y asesinos. Tan indiscreta como un bufón en un entierro; la milicia era de todo menos compasiva y no había distinción en sangre entre sus miembros; Cares tan sólo era el que limpiaba la mierda del exterior, aunque eso venía con una paga lo suficientemente amplia como para permitirse cinco prostitutas más que el resto.
-Lukkor, ven conmigo, iremos a cazar algo- dijo Archol dirigiéndose al convicto.
Sus siluetas desaparecieron entre la bruma mientras el resto se refugiaba al abrigo del túnel. Cares se sentó al lado de Corso bajo la tétrica bocana que atravesaba el río. Afuera, la noche era un monstruo cruel, con sus ojos estrellados resplandeciendo en el firmamento. Reco depositó varios troncos secos en el suelo y tras pasar su mano hizo emerger un fuego voraz. La caverna se iluminó y con ella los rostros demenciales que la albergaban. Nergal, el que se creía apoderado de Beliar, le miraba con ojos trastornados desde el fondo, mientras arrancaba hierbajos del suelo y se los metía en la boca. Una irregular hilera de dientes rotos y amarillos adornaba sus negras fauces.
-Tú, dale su medicina al tarado- le increpó Cares al mago.
-Yo me voy a buscar mi medicina- dijo Corso con sonrisa desdeñosa.
Corso agarró una rama con el extremo incandescente y desapareció en la espesura del bosque ante la mirada despreocupada de su compañero. Cares rebuscó entre sus bolsillos y sacó el fajo de hierba del pantano. Tenía un olor fuerte y agradable, como una mezcla de café y tomillo que inundaba el olfato.
-¿Adónde ha ido a tu amigo?- le preguntó Rengar.
-A drogarse- dijo Cares mirando las llamas.
Las chispas revoloteaban velozmente como estrellas fugaces en mitad del pequeño infierno que tenía ante él. Rengar se fijó en la valiosa mercancía que sostenía en sus manos.
-Amigo, ¿me darás uno de ésos?
Cares le miró con el ceño fruncido mientras se liaba un cigarro.
-Me parece que no- dijo ásperamente.
-Claro que sí, sírvete cabrón- Corso reapareció de entre las tinieblas arrebatándole a Cares el fajo. Portaba en sus manos un par de setas oscuras y alargadas, tan siniestras como el filo de una espada.
-Qué rápido eres encontrando ese veneno- Cares lo miró con complicidad- Algún día esa mierda te va a matar.
-Tú fuiste el que me inició- dijo Corso riendo. -Además, no importa cuánto vas a vivir, lo que importa es disfrutar y vivir el momento- dijo dándoselas de sabio.
-Seguro que en tu lecho de muerte suplicas para que te conviertan en no muerto y así poder seguir derritiéndote el cerebro con esa basura. Bueno, ¿y porqué le has dado la hierba a ése? ¡Es de Khorinis, la mejor que hay!
-Nos hemos conocido esta tarde y parece buena gente- le respondió Corso ramplonamente.
Corso siempre intentaba llevarse bien con todo el mundo, cosa que Cares odiaba, aunque tampoco podía quejarse, después de todo su amistad se había fraguado de forma idéntica. En aquel momento, aparecieron Archol y Lukkor arrastrando el cadáver de un carroñero lleno de sangre y con el cuello roto, con varias flechas clavadas atravesándole la cabeza.
-Esas sustancias están prohibidas- dijo Archol con los ojos iluminados. La cicatriz que atravesaba uno de ellos resplandeció ante las llamas.
-Pero señor- dijo Corso con tono adulterado y sonrisa cándida. -Todos los miembros de este viaje necesitamos motivación para poder seguir adelante todos los días. No rendiríamos igual de otra forma.
Archol le miró con asco.
-Desde que te conozco, he tenido ganas de matarte. Quiero que lo sepas.
Archol tumbó al animal muerto y comenzó a abrirle en canal ante la mirada hambrienta del resto. Como polluelos esperando la comida en su nido, los convictos se pusieron en círculo y miraron con avidez el amasijo de carne asándose. Cares encendió su cigarro con una ascua de la hoguera y le dio una fuerte calada. El humo recorrió sus cañerías como una corriente de fuego directa a los pulmones. La sensación de paz fue casi inmediata; todos sus problemas y preocupaciones corrieron a ocultarse en las profundidades de su mente, aturdidas por el efecto balsámico de la droga. Una bocanada de humo verde salió de su boca y se desvaneció bajo el cielo estrellado.
Mientras fumaba, Cares cocinó una de las sabandijas de carne que había atrapado. No era ni mucho menos un manjar; al igual que los limpiafondos que moraban el río, las sabandijas se alimentaban de basura y excrementos. Tenían un sabor pastoso y repulsivo; después de todo “uno es lo que come”, como decía el refrán. El hecho de que se considerase manjar era sólo una muestra de la desesperación de la gente. En el Alcor, la suciedad de las casas no era una cuestión de falta de higiene, era de subsistencia; la gente estaba lo suficientemente desesperada como para criar sabandijas en su propia casa.
La cabeza de Cares comenzó a dar vueltas. Se sentía feliz y relajado. Por primera vez desde hacía tiempo sentía atisbos de humanidad; había estado viviendo demasiado tiempo en los abismos. Cares observó los rostros que tenía ante él. Uno de aquellos convictos había estado jodiendo con la madame del burdel, por quien sentía cierta atracción. De inicio podía descartar al acromegálico y a Nergal; físicamente eran horrorosos. Astarte y el mercenario Velikhán podrían haber tenido suerte si su aspecto no fuese tan descuidado y maloliente, aparte, el convicto tenía más pinta de violador que de putero; Astarte era el típico sádico que sólo se excitaba pegando mujeres. O peor aún, matándolas. En cuanto al resto, Sofía podía haberse fijado en cualquiera. Cares observó al nordmariano; Asgard era un hombre joven, rondando la edad de Cares, con el cabello largo y oscuro, y unos tatuajes adornando sus ojos. Tenía un rostro inocente de niño bueno, como si jamás hubiese roto un plato.
-¿Alguno de vosotros jodió con la madame del burdel?- preguntó Cares.
-Puedes apostar por ello- dijo Bëram sonriendo. -La gatita de vuestra ciudad sabe moverse muy bien.
Cares notaba su cabeza flotando encima suyo, mezclándose con el humo verde. Estaba demasiado colocado como para enfadarse. Al instante, Corso le agarró de los hombros y le zarandeó.
-¡Cares! ¡Mira! ¡Acabo de ver un dragón! ¡Hay dragones por todas partes!- dijo Corso señalando al oscuro cielo.
Tenía los ojos inyectados en sangre y se movía de manera histriónica. Indudadablemente, las setas le habían hecho efecto.
-Déjame descansar- sentenció.
Cares se agazapó contra la roca y se cubrió con las pieles. La luna le miraba apaciblemente con su pálido rostro. Cares se restregó los ojos dispuesto a impedir que sus sueños cobrasen vida...
El sol despertó de su letargo y apareció magnánime en el horizonte vestido de fuego. Cúmulos plomizos adornaban el alba, sobre el fondo rojo que era el cielo, y el murmullo de las aguas resonaba apacible ahogando el canto de los pájaros. Las cosas estaban tranquilas, pero eso pronto cambiaría. Hacía un frío abismal que cortaba la respiración. La escarcha había invadido la tierra con su manto blanco y congelado las orillas del río. Cares no había dormido en toda la noche; las pesadillas se habían mantenido a raya bajo las grietas de su mente. Archol se levantó y tras arrodillarse comenzó a rezar en silencio. Acto seguido, apagó las ascuas de la hoguera y levantó al resto. No le costó mucho a Cares desperezarse, pero cuando lo hizo sintió el frío abrasador perforando su piel. La sensación fue igual para todos. Salieron del túnel y continuaron remontando el turbulento río. Cares los arrastró por el helado pinar durante varias horas hasta que llegaron a una verde pradera con afloramientos de rocas. Sobre la piedra había tallados varias decenas de huecos con forma humana.
-¿Qué es este lugar?- preguntó Archol.
-Una vieja necrópolis -respondió Cares.
Las losas de los nichos habían desaparecido, así como los fríos esqueletos que habían guarecido.
-¿Quién querría llevarse los cadáveres? -preguntó Lukkor.
-Alguien muy desquiciado. – dijo Cares mirando a Astarte. -Las únicas tumbas que no han sido profanadas son aquellas- Cares señaló con el dedo cinco tumbas alineadas que había a pocos metros de allí. -Los sepulcros de los cinco príncipes.
Las tumbas estaban perfectamente colocadas una tras otra, y cada losa, reverdecida de musgo, presentaba el relieve de un guerrero.
-¿Y porqué éstas no han sido saqueadas? Parecen las mejores.- dijo Bëram.
-La gente teme su sombra. Dicen que están malditas- respondió Cares.
-¿Quiénes fueron esos cinco príncipes?- preguntó Archol.
-¿Ahora también soy guía turístico? Dejemos de perder el tiempo y continuemos- dijo Cares retomando la marcha.
No llegó a dar dos pasos. Su sangre se heló y quedó paralizado. Una colosal bestia de resplandecientes ojos amarillos les contemplaba desde la sombra del bosque. Dada la situación, Cares entendió porque se las llamaba así. La bestia era gigantesca; de un metro de ancho y cinco de largo. Tenía el pelaje oscuro, con una mancha grisácea recorriendo su lomo, y un desmesurado cuerno coronando su aterradora cabeza. No era bosque de bestias de las sombras, ni el amanecer su hora de caza, pero los males nunca avisan al llegar. El cielo se oscureció ante ellos con inconcebible rapidez. Las negras nubes cubrieron el firmamento y lo llenaron de luminosos y crueles resplandores, escupiendo sobre ellos una feroz tormenta de nieve. Como sacado de una pesadilla, la bestia movió sus musculosas patas y emergió del bosque con su mirada criminal fija en ellos. El desgarrador ruido de las armas volvió a inundar el bosque. El monstruo aceleró con la velocidad de una flecha, con los ojos de ámbar fijos en Cares. Reco y Lukkor dispararon sus proyectiles sobre él, pero la bestia los recibió como si nada. Cares rodó en el suelo a un instante de ser devorado por el negro infierno de colmillos. Hinchada y con sed de sangre, la bestia continuó en su cruel empeño. Los convictos y el paladín le atacaron a una, descargando su frío acero sobre ella. Con un golpe de su cola se deshizo de todos y retornó a su enajenada embestida, esta vez en dirección al mercenario. Velikhán le lanzó su venablo pero no llegó más que a rozar su densa y oscura piel. La bestia saltó sobre él y le engulló la cabeza y el tórax en una explosión de sangre y vísceras. La criatura, con la cara cubierta de sangre, volvió la vista hacia el resto en mitad de la tormenta de nieve. Rengar y Bëram, con sus temibles hachas, se posicionaron a cada lado y le asestaron sendos golpes en sus vigorosas patas, haciéndola desplomarse en el suelo. Archol aprovechó el momento para ensartarle su mandoble en la cabeza. La bestia escupió borbotones de sangre con virulencia mientras el resto la acuchillaba sin piedad. Bëram levantó con fuerza su hacha y cercenó su astada cabeza; el monstruo yació.
Rengar puso su hacha sobre el trozo mutilado y miró a Bëram fríamente.
-Esta cabeza me pertenece.- dijo con voz asesina.
-Toda tuya- dijo el de Varant riéndose.
Cares, aún jadeando, se acercó hasta el despojo ensangrentado que hasta hace poco había sido Velikhán.
-Y éste era uno de los mejores guerreros de Myrtana.
Archol calló y arrastró las tripas y sus dos piernas hasta uno de los nichos de la necrópolis.
-Continuad andando- sentenció el paladín.
Más allá de la necrópolis se hallaba el hayedo de Spinaz, un tétrico y decadente bosque en el que ni los bandidos se atrevían a entrar. Los pálidos árboles entonaban con la violenta nevada que los asolaba. No se oía nada más que los susurros del gélido viento y el barrido de las hojas muertas ante las pisadas de la expedición. Rengar caminaba el penúltimo, ataviado con la cabeza de la bestia como gorro. Detrás suyo, Cares volvió la vista atrás. El Alcor se veía lejano por entre las mortecinas ramas, tan sórdido y decrépito como siempre, con los oscuros humos de sus chimeneas perdiéndose en la oscuridad del firmamento. En momentos como aquel no pudo evitar sentir cierta nostalgia por aquel infecto nido de ratas. Tras un par de horas llegaron al pie de las montañas, amurallado e infranqueable como una fortaleza. Una enorme grieta, oscura y siniestra, se abría en la roca como las fauces de un animal. El suelo estaba decorado con infinidad de huesos y cráneos, testigos del horror que allí había acontecido. Del interior provenía un aliento caldeado y extremadamente húmedo que daba náuseas. Cares miró a Archol y le señaló con la mano la pérfida cavidad.
-La cueva de Trasmonte.
Archol analizó el lugar con sospechas.
-Esto parece la entrada al infierno- dijo Astarte con un tono de seriedad desconocido en él.
-Unos borrachos me dijeron que aquí estaba escondido el Tesoro de Parias- dijo Corso intentando ver más allá de las tinieblas que rodeaban su interior.
-No estamos aquí para buscar tesoros ni delirios de chiflados- sentenció Archol.
Lukkor se agachó y comenzó a examinar los huesos agonizantes en el suelo.
-Estos huesos son de cabras- dijo despreciativamente.
Rengar, con su imponente figura rematada por la cabeza astada de la bestia, recogió un hueso alargado de la superficie y lo mostró al resto.
-Este fémur es humano.
-¡Dame!- Nergal le arrebató el hueso de sus manos con voz de ultratumba y mirada demente.
El desequilibrado convicto lo partió en dos y comenzó a libar la médula ósea.
-Coged ramas del suelo e impregnádlas con el tuétano de los huesos. Vamos a entrar- dijo Archol con voz segura.
Dejaron atrás la feroz tormenta de nieve y se internaron en la caverna.
Adentro no se veían más que sombras. Un constante y burlón goteo daba la bienvenida a la lúgubre cavidad, junto con el eco de los murciélagos y el crepitar de las antorchas alumbrando las irregulares paredes. Caminaban por un suelo resbaladizo, en medio de un gran salón techado con gigantescas estalactitas. En cada hueco descansaban varios murciélagos expectantes ante aquellos intrusos de su morada. La gruta era una única y amplia galería que descendía inexorablemente hacia las profundidades. A medida que bajaban por los intestinos de la cueva, el aire se hacía más espeso y acudía a ellos un olor fétido y nauseabundo, parecido al hedor de la muerte. El sombrío corredor conducía a una gran sala de la que salían varios tubos rojizos y anillados como el cuerpo de una lombriz. Un leve silbido recorrió la tenebrosa estancia y rompió el sepulcral silencio; algo más se hallaba con ellos. Lukkor lanzó su antorcha hacia las tinieblas delatando a pocos metros unos colosales insectos de brillantes ojos. Parecían hormigas; tenían seis largas patas y el cuerpo recubierto de grisáceas placas, pero superaban su tamaño en cien a uno. Una larga hilera de pequeños dientes presidía sus bocas, y a cada lado tenían dos pinzas afiladas como cuchillos.
Rengar emitió una ruidosa carcajada.
-¿Esto es de lo que tiene miedo la gente? ¿De unos simples insectos? ¡Yo me merendaba dos de éstos todos los días!- exclamó.
El musculoso convicto arrojó su hacha a los pies de uno de los reptadores y corrió desafiante hacia él. La criatura aulló y levantó sus dos patas delanteras intentando destriparle. Rengar le esquivó finamente y con la fuerza de un oso estampó su quebradizo cráneo contra la pared de la gruta. Un jugo verde y viscoso emanó de la deformada cabeza.
-¡Vamos, seguid llegando!- exclamó el negro sureño.
El resto de miembros de la expedición acabó fácilmente con los demás reptadores ante la mirada pasiva de los dos milicianos; claramente desentonaban en el recital de habilidades que demostraban aquellos hombres. Aún estando completamente loco, Nergal manejaba su grotesco martillo de manera excepcional, destruyendo a varias criaturas de un solo golpe, lo mismo que Gigante con su garrote de pinchos, y Astarte con sus dos pequeñas espadas. Una vez hubieron acabado con las criaturas, Reco arrancó un par de mandíbulas y tras beber su secreción, continuaron la marcha por las profundas tinieblas. Para su sorpresa, el hedor no cejó, todo lo contrario, siguió aumentando. La pestilencia era tal que tan sólo respirar producía arcadas. Llegaron hasta un estrechamiento de la cueva, desde donde se contemplaba a la izquierda un nivel inferior de la gruta. El hedor nauseabundo provenía de allí, así como luces y gritos. Una veintena de seres gigantescos con forma humana moraba aquel lugar. Medían lo menos tres metros, estaban completamente desnudos y tenían largos cabellos y facciones prominentes. Emitían sonidos guturales, y bailaban alrededor de lo que parecían cadáveres de aquella misma y misteriosa especie. Tenían rasgos excesivamente exagerados para ser humanos, con grandes arcos supraciliares y mandíbulas abultadas; en todo recordaban a los primates. Uno de ellos, comenzó a comer las orejas de uno de los cadáveres.
-Son caníbales- susurró el paladín.
Astarte caminó de cuclillas hasta donde estaba Gigante, con una sonrisa psicótica dibujada en su rostro.
-Ey, deforme, quiero decir... Gigante, fíjate, hemos encontrado a tus padres y a tus hermanos... ¡a toda tu familia!- le susurró al oído.
-¡Cállate, estúpido!- su voz atiplada y ridícula retumbó por toda la cueva. Abajo, los gigantescos primates comenzaron a gritar y, agarrando huesos, salieron corriendo por una de las galerías.
-Larguémonos de aquí- dijo Archol desenvainando su mandoble de mineral.
La expedición salió corriendo por el angosto y desdibujado corredor de la cueva. A medida que avanzaban, las paredes parecían hacerse más estrechas, mientras sobre ellos volaba una nube de murciélagos y se oía el eco atronador de los sonidos guturales. En algún lugar ahí delante, entre recovecos y rincones, los monstruosos seres aguardaban, como arañas en su tela, dispuestos a romperles los huesos y comérselos vivos. Sin dirección ni rumbo concreto, aquel viaje de bajada a los infiernos se había convertido en una huida endiablada; Cares sólo podía esperar que tuviesen la misma suerte para salir como habían tenido para entrar. De pronto uno de los grotescos seres apareció de la nada y se plantó ante ellos con su horrendo rostro. Tenía los genitales al aire, y un largo cúbito asido de su mano. Astarte desenvainó sus espadas y corriendo hacia él, le partió la pierna de una patada. El convicto puso sus dagas sobre la criatura desplomada y le abrió en canal. El monstruoso ser vomitó sangre entre horribles gruñidos mientras sus intestinos afloraban. La expedición continuó corriendo escasos metros bajo la tétrica e irregular bóveda, hasta que la luz de la superficie les cegó. Aire limpio volvió a penetrar sus pulmones, y con ímpetu renovado, abandonaron aquella gruta infernal.
La implacable tormenta de nieve les saludó en el exterior. Saturas y el poblado de Balder quedaban cerca.